En 12º y 12º BI Vamos a leer en clase en la corriente neorrealista dos cuentos de Ana María Matute, el cuento Pecado de omisión y:
EL ÁRBOL DE ORO
Ana María Matute
Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita
Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi
vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y
no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo
asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y
blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las
afueras del pueblo.
La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el
carácter más bien áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a
andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia
rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la
tormenta persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo
especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre,
llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente
al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban
un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo
momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo
en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a
quien le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella
red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones,
y –yo creo que muchas veces contra su voluntad- la señorita Leocadia le
confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos
más estudiosos y aplicados. Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la
posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una
pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban
los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos,
al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en
realidad por qué. Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del
mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de
la escuela, pidió encargarse de la tarea -a todos nos fascinaba el misterioso
interior de la torrecita, donde no entramos nunca-, y la señorita Leocadia
pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a
hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como
tenía por costumbre. La maestra dudó un poco, y al fin dijo: -Quede todo como
estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita.A la salida de la escuela le
pregunté:
-¿Qué le has dicho a la maestra?
Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos
azules.
-Le hablé del árbol de oro.
Sentí una gran curiosidad.
-¿Qué árbol?
Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes
charcos que brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en
ellos, sonriendo con misterio.
-Si no se lo cuentas a nadie...
-Te lo juro, que a nadie se lo diré.
Entonces Ivo me explicó:
-Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro:
ramas, tronco, hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en
invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, que tengo que cerrar los ojos para
que no me duelan.
-¡Qué embustero eres! -dije, aunque con algo de zozobra.
Ivo me miró con desprecio.
-No te lo creas -contestó-. Me es completamente igual
que te lo creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré
ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a
darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá
entrar allí y ver mi árbol!
Lo dijo de tal forma que no pude evitar el
preguntarle:
-¿Y cómo lo ves...?
-¡Ah, no es fácil -dijo, con aire misterioso-.
Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.
-¿Rendija?...
-Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el
cajón de la derecha: me agacho y me paso horas y horas... ¡Cómo brilla el
árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate que si algún pájaro se le pone encima también se
vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me volvería acaso de
oro también?
No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi
deseo de ver el árbol creció de tal forma que me desasosegaba. Todos los días,
al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba
la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba:
-¿Lo has visto?
-Sí -me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna
novedad:
-Le han salido unas flores raras. Mira: así de
grandes, como mi mano lo menos, y con los pétalos alargados. Me parece que esa
flor es parecida al arzadú.
-¡La flor del frío! -decía yo, con asombro-. ¡Pero el
arzadú es encarnado!
-Muy bien -asentía él, con gesto de paciencia-. Pero
en mi árbol es oro puro.
-Además, el arzadú crece al borde de los caminos... y
no es un árbol.
No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o
por lo menos lo parecía.
Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me
avergonzaba sentirlo, pero así era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó
a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfrutó Mateo Heredia. Yo
espié su regreso, el primer día, y le dije:
-¿Has visto un árbol de oro?
-¿Qué andas graznando? -me contestó de malos modos,
porque no era simpático, y menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me
hizo caso.
Unos días después, me dijo:
-Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y
vas durante el recreo. Nadie te verá...
Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada
llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre.
Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me
agaché y miré.
Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo
descubrió una cosa: la seca tierra de la llanura alargándose hacia el
cielo.Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra
desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la
seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me
habían estafado.
Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que
llegaran las nieves regresé a la ciudad.
Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día,
pasando por el cementerio -era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el
sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de
la llanura- vi algo extraño. De la tierra
grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y
hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo él, cegador.
Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: "Es un árbol de
oro". Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de
hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí: IVO MÁRQUEZ,
DE DIEZ AÑOS DE EDAD.
Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña
y muy grande alegría.
Además podemos leer la Tercera historia de Giovanni Guareschi
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