Los alumnos entregan un ensayo
acerca de un texto u obra de índole literaria que hayan estudiado durante el
curso. (20 puntos)
El ensayo debe tener una extensión
de entre 1.200 y 1.500 palabras.
El ensayo del NS da a los alumnos
la oportunidad de convertirse en lectores, pensadores y escritores
independientes, críticos y creativos. Para ello, exploran un tema de literatura
durante un largo período de tiempo y perfeccionan sus ideas mediante un proceso
de planificación, escritura de un primer borrador, y escritura de una versión
definitiva. El ensayo requiere que los alumnos construyan una argumentación
analítica y bien centrada en la que examinen la obra desde una perspectiva
literaria amplia. También requiere que sigan los aspectos formales de un ensayo
académico y utilicen citas y referencias.
Al elegir el tema, puede consultar
los siete conceptos centrales del curso. Se puede seleccionar cualquier obra
que se haya estudiado previamente en clase, a excepción de aquellas obras
utilizadas para la evaluación interna y las obras que el alumno tenga pensado
utilizar en la prueba 2.
El tema elegido debe permitir que
el ensayo tenga un enfoque literario amplio.
A continuación, se comentan
brevemente los siete conceptos en relación con esta tarea. En el Material de
ayuda al profesor de Lengua A se dan ejemplos más específicos como orientación.
Identidad
El alumno puede estar interesado en
algún aspecto de la representación de la identidad de un personaje o de un
grupo de personajes en la obra, o en la manera en que la propia obra se
relaciona con la identidad del escritor.
Cultura
El alumno puede estar interesado en
algún aspecto de la representación de la cultura de un lugar, una institución o
un grupo de personas en particular, o en la manera en que la propia obra se
relaciona con una cultura en particular.
Creatividad
El alumno puede estar interesado en
algún aspecto de la representación de la creatividad (o de la falta de
creatividad) individual o colectiva en la obra, o en la manera en que la propia
obra representa la creatividad del escritor.
Comunicación
El alumno puede estar interesado en
algún aspecto de la representación de actos de comunicación (o de fallos de
comunicación) en la obra, o en la manera en que la propia obra representa un
acto de comunicación.
Transformación
El alumno puede estar interesado en
algún aspecto de la representación de transformaciones o actos transformadores
en la obra, o en la manera en que la propia obra es un acto de transformación,
bien de otras obras (mediante la referencia intertextual a estas) o bien de la
realidad (por medio de un efecto transformador sobre la identidad, las
relaciones, los objetivos, los valores y las creencias del lector).
Perspectiva
El alumno puede estar interesado en
algún aspecto de la representación de una o varias perspectivas particulares en
la obra, o en la manera en que la propia obra representa la perspectiva del
escritor.
Representación
El alumno puede estar
interesado en algún aspecto del modo en que la obra representa distintas áreas
temáticas, actitudes y conceptos, o en qué medida la literatura puede
representar la realidad.
viernes, 26 de abril de 2013
144
En 9º vamos a realizar el siguiente trabajo: Una redacción (trabajo escrito literario, argumentativo, persuasivo o analítico) de 500 a 1.000 palabras de extensión donde se diferencie a través de sus características y textos la poesía Renacentista con la Barroca. Tendrá notas en los criterios A, B, D. Se realizará con la estructura de portada, índice, justificación, desarrrollo, conclusión y bibliografía. Se intentará en el desarrollo justificar tu hipótesis, que probrarás en el desarrollo y terminarás en la conclusión. No copies directamente de Internet, pues se considerará como copia si no se cita y el trabajo tendrá un 0. Se subirá a Turnitin el 9 de mayo.
Liseo (caballero)----------enamorado---------------Nise dama inteligente (atraída inicialmente por Lau)
Turín(criado) -comprometido inicialmente con Finea Celia (criada)
Laurencio (caballero)]------atraído por la dote-----Finea dama boba
Pedro (criado) Clara (criada)
Duardo (caballero) ]caballeros de la academia de Nise
Feniso (caballero) ]
Otavio viejo padre de las damas
Miseno amigo de Otavio
Rufino maestro de danza
141
En 10º vamos a dar el tema 9
Subordinación adverbial (causales, consecutivas, concesivas, condicionales, finales y comparativas)
Literatura de los 60 a la actualidad. Miguel Delibes
Lectura de El camino
Este año vamos a introducirnos en la literatura hispanoamericana a través de dos poetas: Pablo Neruda, Biografia en su obra 20 poemas de amor y una canción deseseperada
140
En 10º vamos a dar el tema 8
Subordinación adverbial (tiempo, lugar, modo)
Literatura posterior a la guerra civil, teoría con especial atención a Antonio Buero Vallejo
Lectura de Historia de una escalera
139
En 12º y 12º BI vamos a estudiar algo de la poesía hispanoamericana, aunque no entra en Selectividad, sí en el BI. Para ellos veremos Martín Fierro de José Hernández
Alfonsina Storni El divino amor
En cuentos de terror escuchad el cuento de El gato negro de Edgar Allan Poe texto
lunes, 15 de abril de 2013
137
En 12º y 12º BI vamos a estudiar la novela y el cuento hispanoamericano, una de los fragmentos que más me gustan es este:
Capítulo 68
Apenas
él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él
procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y
tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar
tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas
fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un
momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara
suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los
encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la
esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del
orgumio, los esproemios del merpaso en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé!
¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y
márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en
un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles
que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias
Julio Cortázar Rayuela
De entre los maravillosos cuentos escojo este escrito en 1944:
Jorge Luis Borges (1899–1986)
Funes El Memorioso (Artificios, 1944; Ficciones, 1944)
Lo
recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en
la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la
mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del
día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna
y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus
manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las
armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera
amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz
pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de
ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el
proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio
será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del
volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá
incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es
un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras,
pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas
desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los
superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay
que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas
incurables limitaciones.
Mi
primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a
veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de
San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única
circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme
tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur,
ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos
sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de
carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos
veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi
secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la
estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la
bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el
nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son,
Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro
mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda,
burlona.
Yo soy
tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la
atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto
orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del
otro.
Me dijo
que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas
rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un
reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina
Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés
O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con
su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los
años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El
ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los
conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo
había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado
tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia
me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él
andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de
sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre,
puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres,
permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de
simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi
atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero:
una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la
contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin
alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del
latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de
Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia
de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista.
Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no
tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta
florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente
fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los
gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año,
“había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me
solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un
diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía
ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra
era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello
preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis
primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a
descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería
más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el
Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El
catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera
inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el
prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar
a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el
perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la
valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis
historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche,
después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no
menos pesada que el día.
En el
decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la
pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo
sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de
baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la
oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo.
Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con
moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas
romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables,
interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el
primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis
historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron
ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el
menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me
parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea
del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia
del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil
punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro
argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus
palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas
que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico
la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados
períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo
empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía
llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator,
que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides,
inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con
fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que
tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo
volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un
sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta
del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años
había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de
todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el
presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias
más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El
hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio
mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros,
de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y
racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes
australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y
podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española
que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó
en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran
simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas,
etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres
veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada
reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo
solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y
también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba:
Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un
pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente;
lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una
punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable
ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas
estrellas veía en el cielo.
Esas
cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no
había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta
increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos
postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos
in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá
todo.
La voz
de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
Me dijo
que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy
pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo
pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el
desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres
palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese
disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía
(por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril;
otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena,
gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve.
Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy
complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era
precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas,
seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro
Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke,
siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes
proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado
general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de
cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o
imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil
recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones:
la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era
inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar
todos los recuerdos de la niñez.
Los dos
proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los
números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son
insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir
el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas
generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico
perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma;
le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el
mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia
cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift
que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes
discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries,
de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el
solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi
intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con
feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o
en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan
infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su
pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del
mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y
cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos
importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción
de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no
amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras,
compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para
dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la
corriente.
Había
aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho,
sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es
generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles,
casi inmediatos.
La
recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces
vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve
años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo
que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de
mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria;
me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo
Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar. Finalmente vamos a leer una obra de Gabriel García Márquez, lo conoceréis mejor en esta entrevista La obra es Crónica de una muerte anunciada Mirad cómo nos habla el autor del principio de la obra:
y su adptación cinematográfica
Recordad que esta obra se basa en un hecho real, el asesinato de Cayetano Gentile Chimento, el 22/1/1951, que recoge en esta novela de 1981,
Además os presento la maravillosa adaptación de don Carlos Torrescusa y los alumnos del Colegio de San Francisco de Paula en las Jornadas:
martes, 9 de abril de 2013
136
El jueves 11 de abril se va a cumplir el centenario de la llegada de los restos de los Bécquer a Sevilla para ser enterrados en el Panteón de sevillanos ilustres. Como homenaje y recordatorio voy a reproducir un poema y una pintura de cada uno de los hermanos, en la primera observamos que ellos no han quedado en el olvido como auguraba Gustavo Adolfo, la obra más conocida de su hermano Valeriano Domínguez Bécquer es precisamente el retrato de su hermano poeta, disfrutad de las dos obras: