miércoles, 13 de marzo de 2013

121
Para 12º y 12º BI
En la poesía de la década de los años 60 tenemos autores como José Hierro:
Claudio Rodríguez
Ángel González:
Algunos poemas suyos son:

Me basta así
      
      Si yo fuese Dios      
 y tuviese el secreto, 
 haría 
 un ser exacto a ti; 
 lo probaría 
 (a la manera de los panaderos 
 cuando prueban el pan, es decir: 
 con la boca), 
 y si ese sabor fuese 
 igual al tuyo, o sea 
 tu mismo olor, y tu manera 
 de sonreír, 
 y de guardar silencio, 
 y de estrechar mi mano estrictamente, 
 y de besarnos sin hacernos daño 
 -de esto sí estoy seguro: pongo 
 tanta atención cuando te beso-; 
  entonces, 
 si yo fuese Dios, 
 podría repetirte y repetirte, 
 siempre la misma y siempre diferente, 
 sin cansarme jamás del juego idéntico, 
 sin desdeñar tampoco la que fuiste 
 por la que ibas a ser dentro de nada; 
 ya no sé si me explico, pero quiero 
 aclarar si yo fuese 
 Dios, haría 
 lo posible por ser Ángel González 
 para quererte tal como te quiero, 
 para aguardar con calma 
 a que te crees tú misma cada día, 
 a que sorprendas todas las mañanas 
 la luz recién nacida con tu propia 
 luz, y corras 
 la cortina impalpable que separa 
 el sueño de la vida, 
 resucitándome con tu palabra, 
 Lázaro alegre, 
 yo, mojado todavía 
 de sombras y pereza, 
 sorprendido y absorto 
 en la contemplación de todo aquello 
 que, en unión de mí mismo, 
 recuperas y salvas, mueves, dejas 
 abandonado cuando -luego- callas... 
 (Escucho tu silencio. 
  Oigo 
 constelaciones: existes. 
   Creo en ti. 
    Eres. 
     Me basta.) 

Para que yo me llame Ángel González

      
      Para que yo me llame Ángel González,      
 para que mi ser pese sobre el suelo, 
 fue necesario un ancho espacio 
 y un largo tiempo: 
 hombres de todo mar y toda tierra, 
 fértiles vientres de mujer, y cuerpos 
 y más cuerpos, fundiéndose incesantes 
 en otro cuerpo nuevo. 
 Solsticios y equinoccios alumbraron 
 con su cambiante luz, su vario cielo, 
 el viaje milenario de mi carne 
 trepando por los siglos y los huesos. 
 De su pasaje lento y doloroso 
 de su huida hasta el fin, sobreviviendo 
 naufragios, aferrándose 
 al último suspiro de los muertos, 
 yo no soy más que el resultado, el fruto, 
 lo que queda, podrido, entre los restos; 
 esto que veis aquí, 
 tan sólo esto: 
 un escombro tenaz, que se resiste 
 a su ruina, que lucha contra el viento, 
 que avanza por caminos que no llevan 
 a ningún sitio. El éxito 
 de todos los fracasos. La enloquecida 
 fuerza del desaliento... 



Inventario de lugares propicios al amor

      
      Son pocos.       
 La primavera está muy prestigiada, pero 
 es mejor el verano. 
 Y también esas grietas que el otoño 
 forma al interceder con los domingos 
 en algunas ciudades 
 ya de por sí amarillas como plátanos. 
 El invierno elimina muchos sitios: 
 quicios de puertas orientadas al norte, 
 orillas de los ríos, 
 bancos públicos. 
 Los contrafuertes exteriores 
 de las viejas iglesias 
 dejan a veces huecos 
 utilizables aunque caiga nieve. 
 Pero desengañémonos: las bajas 
 temperaturas y los vientos húmedos 
 lo dificultan todo. 
 Las ordenanzas, además, proscriben 
 la caricia (con exenciones 
 para determinadas zonas epidérmicas 
 -sin interés alguno- 
 en niños, perros y otros animales) 
 y el «no tocar, peligro de ignominia» 
 puede leerse en miles de miradas. 
 ¿A dónde huir, entonces? 
 Por todas partes ojos bizcos, 
 córneas torturadas, 
 implacables pupilas, 
 retinas reticentes, 
 vigilan, desconfían, amenazan. 
 Queda quizá el recurso de andar solo, 
 de vaciar el alma de ternura 
 y llenarla de hastío e indiferencia, 
 en este tiempo hostil, propicio al odio.


Ciudad Cero

      
      Una revolución.      
 Luego una guerra. 
 En aquellos dos años -que eran 
 la quinta parte de toda mi vida-, 
 yo había experimentado sensaciones distintas. 
 Imaginé más tarde 
 lo que es la lucha en calidad de hombre. 
 Pero como tal niño, 
 la guerra, para mí, era tan sólo: 
 suspensión de las clases escolares, 
 Isabelita en bragas en el sótano, 
 cementerios de coches, pisos 
 abandonados, hambre indefinible, 
 sangre descubierta 
 en la tierra o las losas de la calle, 
 un terror que duraba 
 lo que el frágil rumor de los cristales 
 después de la explosión, 
 y el casi incomprensible 
 dolor de los adultos, 
 sus lágrimas, su miedo, 
 su ira sofocada, 
 que, por algún resquicio, 
 entraban en mi alma 
 para desvanecerse luego, pronto, 
 ante uno de los muchos 
 prodigios cotidianos: el hallazgo 
 de una bala aún caliente 
 el incendio 
 de un edificio próximo, 
 los restos de un saqueo 
 -papeles y retratos 
 en medio de la calle... 
 Todo pasó, 
 todo es borroso ahora, todo 
 menos eso que apenas percibía 
 en aquel tiempo 
 y que, años más tarde, 
 resurgió en mi interior, ya para siempre: 
 este miedo difuso, 
 esta ira repentina, 
 estas imprevisibles 
 y verdaderas ganas de llorar.

Jaime Gil de Biedma, cuya vida o parte de ella aparece en la película Consul de Sodoma:

No volveré a ser joven

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

"Poemas póstumos" 1968



A una dama muy joven, separada

En un año que has estado
casada, pechos hermosos,
amargas encontraste
las flores del matrimonio.

Y una buena mañana
la dulce libertad
elegiste impaciente,
como un escolar.

Hoy vestida de corsario
en los bares se te ve
con seis amantes por banda
-Isabel, niña Isabel-,

sobre un taburete erguida,
radiante, despeinada
por un viento sólo tuyo,
presidiendo la farra.

De quién, al fin de una noche,
no te habrás enamorado
por quererte enamorar!
Y todo me lo han contado.

¿No has aprendido, inocente,
que en tercera persona
los bellos sentimientos
son historias peligrosas?

Que la sinceridad
con que te has entregado
no la comprenden ellos,
niña Isabel. Ten cuidado.

Porque estamos en España.
Porque son uno y lo mismo
los memos de tus amantes,
el bestia de tu marido.




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