Para 12º y 12º BI
En la poesía de la década de los años 60 tenemos autores como José Hierro:
Claudio Rodríguez
Ángel González:
Algunos poemas suyos son:
Me basta así
Si yo fuese
Dios
y tuviese el
secreto,
haría
un ser exacto a
ti;
lo probaría
(a la manera de los
panaderos
cuando prueban el
pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor
fuese
igual al tuyo, o
sea
tu mismo olor, y tu
manera
de sonreír,
y de guardar
silencio,
y de estrechar mi
mano estrictamente,
y de besarnos sin
hacernos daño
-de esto sí estoy
seguro: pongo
tanta atención cuando
te beso-;
entonces,
si yo fuese
Dios,
podría repetirte y
repetirte,
siempre la misma y
siempre diferente,
sin cansarme jamás
del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco
la que fuiste
por la que ibas a ser
dentro de nada;
ya no sé si me
explico, pero quiero
aclarar si yo
fuese
Dios, haría
lo posible por ser
Ángel González
para quererte tal
como te quiero,
para aguardar con
calma
a que te crees tú
misma cada día,
a que sorprendas
todas las mañanas
la luz recién nacida
con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable
que separa
el sueño de la
vida,
resucitándome con tu
palabra,
Lázaro alegre,
yo, mojado
todavía
de sombras y
pereza,
sorprendido y
absorto
en la contemplación
de todo aquello
que, en unión de mí
mismo,
recuperas y salvas,
mueves, dejas
abandonado cuando
-luego- callas...
(Escucho tu
silencio.
Oigo
constelaciones:
existes.
Creo en
ti.
Eres.
Me basta.)
Para que yo me llame Ángel González
Para que yo me
llame Ángel González,
para que mi ser pese
sobre el suelo,
fue necesario un
ancho espacio
y un largo
tiempo:
hombres de todo mar y
toda tierra,
fértiles vientres de
mujer, y cuerpos
y más cuerpos,
fundiéndose incesantes
en otro cuerpo
nuevo.
Solsticios y
equinoccios alumbraron
con su cambiante luz,
su vario cielo,
el viaje milenario de
mi carne
trepando por los
siglos y los huesos.
De su pasaje lento y
doloroso
de su huida hasta el
fin, sobreviviendo
naufragios,
aferrándose
al último suspiro de
los muertos,
yo no soy más que el
resultado, el fruto,
lo que queda,
podrido, entre los restos;
esto que veis
aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz,
que se resiste
a su ruina, que lucha
contra el viento,
que avanza por
caminos que no llevan
a ningún sitio. El
éxito
de todos los
fracasos. La enloquecida
fuerza del
desaliento...
Inventario de lugares propicios al amor
Son pocos.
La primavera está muy
prestigiada, pero
es mejor el
verano.
Y también esas
grietas que el otoño
forma al interceder
con los domingos
en algunas
ciudades
ya de por sí
amarillas como plátanos.
El invierno elimina
muchos sitios:
quicios de puertas
orientadas al norte,
orillas de los
ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes
exteriores
de las viejas
iglesias
dejan a veces
huecos
utilizables aunque
caiga nieve.
Pero desengañémonos:
las bajas
temperaturas y los vientos
húmedos
lo dificultan
todo.
Las ordenanzas,
además, proscriben
la caricia (con
exenciones
para determinadas
zonas epidérmicas
-sin interés
alguno-
en niños, perros y
otros animales)
y el «no tocar,
peligro de ignominia»
puede leerse en miles
de miradas.
¿A dónde huir,
entonces?
Por todas partes ojos
bizcos,
córneas
torturadas,
implacables
pupilas,
retinas
reticentes,
vigilan, desconfían,
amenazan.
Queda quizá el
recurso de andar solo,
de vaciar el alma de
ternura
y llenarla de hastío
e indiferencia,
en este tiempo
hostil, propicio al odio.
Ciudad Cero
Una
revolución.
Luego una
guerra.
En aquellos dos años
-que eran
la quinta parte de
toda mi vida-,
yo había experimentado
sensaciones distintas.
Imaginé más
tarde
lo que es la lucha en
calidad de hombre.
Pero como tal
niño,
la guerra, para mí,
era tan sólo:
suspensión de las
clases escolares,
Isabelita en bragas
en el sótano,
cementerios de
coches, pisos
abandonados, hambre
indefinible,
sangre
descubierta
en la tierra o las
losas de la calle,
un terror que
duraba
lo que el frágil
rumor de los cristales
después de la
explosión,
y el casi
incomprensible
dolor de los
adultos,
sus lágrimas, su
miedo,
su ira sofocada,
que, por algún
resquicio,
entraban en mi
alma
para desvanecerse
luego, pronto,
ante uno de los
muchos
prodigios cotidianos:
el hallazgo
de una bala aún
caliente
el incendio
de un edificio próximo,
los restos de un
saqueo
-papeles y
retratos
en medio de la
calle...
Todo pasó,
todo es borroso
ahora, todo
menos eso que apenas
percibía
en aquel tiempo
y que, años más
tarde,
resurgió en mi
interior, ya para siempre:
este miedo
difuso,
esta ira
repentina,
estas
imprevisibles
y verdaderas ganas de
llorar.
Jaime Gil de Biedma, cuya vida o parte de ella aparece en la película Consul de Sodoma:
No
volveré a ser joven
Que la
vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los
jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella
quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las
dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad
desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la
obra.
"Poemas póstumos" 1968
A una dama muy joven, separada
En un año que has estado
casada,
pechos hermosos,
amargas encontraste
las flores del matrimonio.
Y
una buena mañana
la dulce libertad
elegiste impaciente,
como un
escolar.
Hoy vestida de corsario
en los bares se te ve
con seis
amantes por banda
-Isabel, niña Isabel-,
sobre un taburete
erguida,
radiante, despeinada
por un viento sólo tuyo,
presidiendo la
farra.
De quién, al fin de una noche,
no te habrás enamorado
por
quererte enamorar!
Y todo me lo han contado.
¿No has aprendido,
inocente,
que en tercera persona
los bellos sentimientos
son historias
peligrosas?
Que la sinceridad
con que te has entregado
no la
comprenden ellos,
niña Isabel. Ten cuidado.
Porque estamos en
España.
Porque son uno y lo mismo
los memos de tus amantes,
el bestia
de tu marido.
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