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En 12º vamos a practicar el análisis sintáctico en este texto del principio de La Regenta de Clarín:
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso,
empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las
calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo,
trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de
esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y
huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de
polluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo, se juntaban
en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo
sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales
temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegados a las
esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se
incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a
un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la
digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el
monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto
de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema
romántico de piedra, delicado himno de dulces líneas de belleza muda y perenne,
era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero,
cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las
vulgares exageraciones de esa arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando
horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas
torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas como
señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de
su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada,
subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo
gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y
nervios, la piedra, enroscándose en la piedra, trepaba a la altura, haciendo
equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una
punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y
encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro que acababa en
pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con
faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las
tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable
elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña.
Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro,
rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y
sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía
a sus pies.
Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su
clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable
de la Wamba, la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos,
cabildo catedral de preeminentes calidades y privilegios.
Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, según en
Vetusta se llamaba a los de su condición; pero sus aficiones le llevaban a los
campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de iglesia, acólito en
funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad, el ilustre diplomático de
la tralla disfrutaba algunos días la honra de despertar al venerando cabildo de
su beatífica siesta, convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar
incumbencia. El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba
el badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando posaba
para la hora del coro -así se decía-, Bismarck sentía en sí algo de la dignidad
y la responsabilidad de un reloj.
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